Desde que era pequeña llamo mi atención el Alelier de Covadonga y me detenía frente al escaparate para admirar el vestido protagonista que lucía en el maniquí esa semana (sin perder de vista la colección de trajes de novia colgados en el interior que se antojaba maravillosa para jugar al escondite entre tules y sedas).
Y esa niña ha crecido y ahora está al otro lado del cristal en el que antes intentaba no poner los dedos, aprendiendo a poner nombre a todas esas telas, conociendo las historias de los bordados y descubriendo los diseños de ayer, hoy y mañana.
A veces me cuelo en el taller y me siento en un rincón a ver cosen, cortan y drapean, me enamoro de esas manos capaces de hacer poesía con metros de tela. Siento envidia del reloj que preside la pared inconsciente pero afortunado testigo de un buen puñado de horas de trabajo y verdaderas obras de arte que han crecido entre esas cuatro paredes, alfileres y buen gusto.
Poner letra a la alta costura es un reto, intentare subirme a los renglones de puntillas y afilar bien la pluma para bordar este proyecto y estar a la altura.